Hugo Dovsto pasó un bello fin de semana con su familia en la playa, en una maravillosa tarde de sábado de verano. Las tardes de los sábados son particularmente hermosas porque son el preludio del descanso del domingo; la relajación, la alegría, el frote de la despreocupación, en total, la suma de todas las tranquilidades del alma. Perfecto ambiente para estar frente al mar y batirse en él con tremendo vigor.
Hugo pasó un tiempo feliz, se lanzaba contra las olas con tremenda valentía, sentía que aquella tarde era una crucial batalla defensiva contra las poderosas hordas marinas que, se abalanzaban decisivamente hacía ellos sin parar. Disfrutó mucho de aquella lucha, se enamoró profundamente del recuerdo de su persona subido sobre una peña desafiando al océano, mientras en el horizonte contemplaba el descenso calmo, rojizo y sereno del dios Sol, el cual se despedía esplendorosamente de aquella maravillosa tarde de verano. Hugo sintió deseos de llorar, se emocionó sobremanera y se fue melancólico del sitio de sus felicidades, a un bonito restaurante cercano a la costa.
Ahí continuó con su familia, conversando largos ratos y vivenciando momentos espectaculares; hablaron de su futuro, del de los otros, compartieron problemas, soluciones y vibrantes promesas que lo hicieron sentirse salvado y salvador del esclavizador mundo de los humanos. Hugo se sentía pleno. El camino de vuelta a la gran urbe fue tortuoso para él. Se encontraba de vuelta con el destructivo mundo de la cotidianidad, sentía sobre su pecho el terrible momento en el que uno sabe que los buenos momentos acontecidos han quedado atrás y aunque vuelva hacia allá, las sensaciones recién vividas no volverán, es difícil repetir una experiencia igual de maravillosa, “pocas veces en la vida uno se siente absoluto” pensó Hugo. Al llegar a casa se sintió oprimido, todo había quedado atrás, ante sí estaba la espantosa casa, reflejo de todos sus males y rutinas, la vida se le había ido y la muerte (que es la vida de todos los días) le llamaba a su pecho. Hugo estaba triste, era infeliz y además estaba cansado.
Las emociones tan fuertes que Hugo había sentido ese día (de la felicidad total a la tristeza profunda) más el cansancio devastador de batirse efusivamente durante horas con el mar, prácticamente le obligaron a tenderse en el mundo desconocido del subconsciente y tener uno de sus largos, maravillosos e ilógicos viajes que expanden a la mente y descasan al cuerpo. Hugo soñó mucho ese día, fueron sueños raros. Eran confusos, de imágenes vagas que se entremezclaban sin lógica alguna. Solo venían hacía él, aún dormido, la sensación de estar atrapado en un mundo desagradable y terrible, deseando despertar lo más pronto posible.
Para suerte suya, pudo reaccionar y todo aquello fue olvidado. Se despertó con tremenda pereza, sentía su cuerpo sumamente descansado pero a la vez entumecido por el enorme ejercicio realizado el día pasado; estaba relajado, fresco, recuperado pero no le agradó ver el reloj que le exponía una hora bastante adentrada en el día. Aquello le sofocó mucho, se había despertado muy tarde y era hora de levantarse; sin embargo, le llamó la atención el cauteloso silencio que se desprendía por la casa, lo cual le invitó a permanecer en cama esperando algún mínimo ruido. El silencio era perturbador, en aquellas horas del día aquel lugar solía ser una mina de ruidos y movimientos sorprendentes que no permitían que nadie durmiera más allá de las horas límites de cualquier día de la semana. Ese silencio le había permitido dormir de más, pero también le otorgaba una desagradable inquietud, era imposible que un domingo por la mañana nadie se encontrara en casa, así que abrió la puerta de su cuarto y decidió ver lo que pasaba.
En el exterior del vasto hogar, todo se encontraba en la perfecta normalidad. Las luces del cuarto y de la sala estaban encendidas, los abanicos destellaban sus fuertes vientos en las direcciones adecuadas donde sus familiares se ubicaban, el comedor estaba listo y con la comida debidamente servida para el desayuno, pero algo faltaba y eran las personas. Dovsto se sorprendió de encontrar todo en tan perfecto orden, de la delicadeza que se había tenido para mantener la dinámica de la casa exactamente igual al que sucedía todos los domingos. Se sorprendía precisamente porque se necesita el continuo esfuerzo humano para que aquello se sostuviera y en su casa no se encontraba nadie. A Dovsto aquello no le agradaba en lo absoluto, sabía que algo extraño pasaba, siempre en aquella casa un domingo debía haber alguien pero ahora era un desierto total. Sólo se escuchaba el silencio; se le podía percibir, acariciar ligeramente, el silencio se había apoderado de aquel lugar y Dovsto sintió miedo.
Le tuvo miedo a la nada, a ese fenómeno desconocido que significa la aniquilación del alma, el borrador de cualquier vestigio de vida, la simple inexistencia del ser humano. Ese poder misterioso que de pronto aparece y llena del temor más horrendo que se puede percibir. Dovsto se sentía completamente rodeado de silencio y de inexistencia, que es peor a estar sólo. Era estar acorralado, atemorizado, sentir el peso del destino invadirle, era no tener sentimientos que le impulsaran. Solamente sentía sensaciones, sensaciones oscuras y perturbadoras que le arrancaban de su condición de ser humano.
Dirigía su vista por todos lados, pero en aquella casa no se encontraba absolutamente nada. Era increíble ver las luces encendidas, el abanico moviéndose, la pantalla del televisor irradiando imágenes, pero ninguno de estos objetos producía ruido alguno. Luego trataba de concentrarse, encontrar algún vestigio humano, algún sonido de una persona; una palabra, un aliento, un zapato golpear el suelo, algo que fuera vida… sólo un poquito de vida, pero siempre se topaba con el silencio y con la nada, estaba sentenciado. Dovsto se desesperó, vio enfrente suyo a lo lejos, la puerta que entendió era su salvación. Veía en esa puerta la gigantesca salida de aquel mundo de silencio, veía en aquella puerta la liberación de la sordera que creía tener. Solamente abrirla, sólo realizar aquel simple mecanismo cotidiano y ya estaría fuera, podría escuchar nuevamente el bullicio, sentirse sofocado por el mismo pero sobre todo sentir. Eso, sentir, que era para él poder vivir.
Hugo comenzó a caminar por el corredor que daba a aquella pequeña y vital entrada. Hugo caminaba y caminaba, continuaba caminando, prosiguió la marcha y seguía, sin parar. Seguía, seguía, seguía y seguía. El corredor que era aparentemente corto se hizo inmenso, a cada paso que Hugo daba sentía que el corredor se expandía más y más. Hugo comenzó a percibir como si se movilizara hacia otra dimensión, veía el pasillo estirarse inevitablemente, pero sobre todo le frustraba el enorme deseo que tenía de correr y no poder, solamente caminaba a pasos lentos y seguros que daba de a poco mientras el corredor se continuaba expandiendo. Hugo quería forzar sus pies, inducir a su maquinaria a movilizarse velozmente para dar con la puerta, pero no podía. Sufría de la horrorosa impotencia de realizar esfuerzos mentales gigantescos para salir corriendo y ver como aquello sólo le bastaba para dar un paso, un mínimo paso, una insignificancia en contraste con la terrible expansión que el mismo corredor tenía cada paso.
A Dovsto le perturbaba aún más que sus pasos no produjesen sonido, que fuese simplemente un movimiento tosco y sencillo sin ninguna validez ni importancia. Quería gritar y no podía, quería llorar y no tenía lágrimas, más bien comenzaba a sentir como su vista lentamente se volvía gris. No tenía ya sensaciones, su cuerpo había perdido todo tacto, toda sensibilidad. Dovsto se sentía frustrado y robotizado. Una simple máquina que no reacciona, que no puede ya pensar en nada y que lo único que hace es caminar incansablemente hacia una puerta que cada vez se distanciaba más.
De pronto, el corredor dejó de extenderse y Hugo, para su sorpresa, logró agilizar sus pies y correr. En aquel momento su débil vista gris sólo le permitió ver como el corredor dejaba de extenderse a lo largo, para contemplar estupefacto que a lo ancho comenzaba achicarse a toda prisa. Hugo lanzó un grito sordo e inicio la última carrera por su supervivencia. Se abalanzó como una gacela en su recorrido hacia la presa, corrió por el instinto animal de sobrevivir, luchaba en una carrera mortal para alcanzar la puerta antes que las paredes le aplastasen.
Se movía sin sentir nada, sin miedo ni pavor ni por aquel receloso amor a la vida. Solamente corría por instinto, por instinto iba y ya nada escuchaba, ni nada sentía y nada veía. Logró ganar la carrera, su mano estirada pudo alcanzar la puerta antes que las paredes le atrapasen. La abrió, la atravesó y justo al traspasarla; Hugo desapareció.
Bayardo Iván Matamoros.
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